Prejuicios. Los prejuicios están cargados
de prejuicios. Es el letal veneno que probamos y damos probar, que compramos
ignorantes y vendemos orgullosos. No me arrastra más que un profundo odio las
comparaciones llevadas a cabo, como si nos creyéramos algo, por el hecho de ser
seres pensantes, como jueces de otro planeta que exigen y plantean problemas
absurdos y sin sentido a los inferiores humanos. Y guiados por una corriente
social, dejan caer su mazo a favor de lo que políticamente correcto es ahora
correcto para ellos también. Aunque saben que tan solo se han dejado firmar en
el libro de su conciencia y usurpar en la reputación, alimentando con esas
hojas a todos los prejuiciosos que los persiguen.
Los prejuiciosos son atrapados por los de
su círculo, y estos, por los prejuiciosos, en una cadena infinita de hipócritas
con sonrisa de plástico y ojos de yeso. Pero cuanto asco damos, que creemos
conocedores y participes de nuestro mundo, de nuestras reglas y de nuestra
vida, y apenas conseguimos conocer lo que somos nosotros. Pero si nos vemos
capaces de, entre la oscuridad y en perfecto sigilo, atentar contra el inocente
o el culpable, errando la mayoría de las veces, pensando que la adivinación de
su vida nos dará importancia. Cuanta basura hay que limpiar, no creo que acabe
nunca esta insaciable búsqueda de lo ajeno, no creo que nunca se limpie esa
basura que nos llega hasta las orejas. El prejuicio es el hijo de la señora
hipocresía, porque ningún prejuicio llegara a oídos del prejuiciado por el
prejuicioso. Como si fuéramos niños, unas morbosas manos invisibles nos
remueven el estomago y nos dan un cosquilleo adictivo. No sabemos lo que
hacemos, ni lo que provocamos cuando lanzamos un prejuicio. El daño no nos
importa, al igual que el dañado, si no nos incumbe a nosotros, es otro más de
tantos.
Tantos que han creado prejuicios y los
usan constantemente.
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